martes, 16 de marzo de 2010

EPÍSTOLA A CHEPÉN, de Blasco Bazán Vera














Motivado por la añoranza y el cariño hacia el pueblo que me vio nacer, escribo con la más pura vehemencia, hacia ti, pueblo querido, y confieso que cuando niño, siempre desee verte cómo nacías por la mañana, pero el alba me ganaba, truncado mi esperanza… hasta que un día le gané.

Te vi, pueblo querido, sin rosas y sin pañales, desnudo, completamente desnudo y descubrí que eras un niño que jugueteaba con los rayos del sol. Vi la majestad con que despedías las últimas estrellas y me asombré cómo te preparabas para recibir el alba.

Tu color bronceado al igual que las arenas de tu cerro, te volvía enigmático y observé cómo las piedras de este volvíanse más pétreas que hasta el acero las envidiaba; es decir, asombrado al ver cómo eras de niño comprendí por qué los sembríos de Talambo tenían el mismo verdor de los de Lubrifico y por qué los cañaverales de Buenos Aires y Santa Fe confundían su olor con los frondosos arrozales.

Conforme amaneció ibas vistiéndote de grana, y lucías hermoso cual torero lozano de un 20 de enero. Tus gritos infantiles semejaban a los dados en el “Algarrobito” llamado llenar los camiones con gente para sembrar tus campos. ¡Cuán dulce abrías tus brazos que daban la bienvenida a los primeros rayos de sol que te pintaban de rubio como los duendes buenos que narraban en las leyendas nuestros padres. A lo lejos, tu cementerio recogía las últimas almas que pasaron fuera aquella noche y tu cerro rezongón se alborotaba por el tañer de las campanas que invitaban a la misa mañanera… y tus aguas, aquellas aguas de tu histórica acequia, cual bufanda ancha y aterciopelada te partían en dos, desterrando lo plomizo del otoño y tornándose pardas y bravías en verano.

Es en este estío cuando tus aguas venían nubiles y aniñadas acariciando las bóvedas de los puentes “Lima”, “Lurifico”, “San Sebastián”, “Balta” y “Alianza”, que se alegraban con las caricias de aquellas que cantarinas preñadas de barro y camarones iban rumbo a inundar tus campos para morir en el mar donde luego vivir para pronto volver el otro estío.

Tu parque infantil desperezábase y sus flores con sus nuevos perfumes, embriagaban al canto de las aves que bromistas esperaban al pequeño don Miguelito, jardinero de ese entonces… ¡Por fin, te vi, de amanecer, y supe cómo es que ibas engalanándote poco a poco como sólo lo hacen los grandes monarcas de reinos no hallados. No colocabas a tu alrededor lanzas ni puñales, colocábaste manojo de bondades y salterios. Tus calles largas y sazonadas por la lluvia de la noche se estirban y sacudían esperando las pisadas del nuevo día. Así, en ese mi silencioso atisbar vi cómo bailabas y enmudecí, pues, tu ritmo y tu cadencia despertaron el numen de la poetisa para escribir que “por tu esfuerzo y por tu aporte te llaman Perla del Norte”… Danzabas en puntillas semejante a un querubín o a una nota escapada del pentagrama. Aquella madrugada, pueblo mío, te amé más intensamente y agradecí a Dios haber nacido al amparo de tu suelo vigoroso.

De pronto, como quien recoge pomarrosas de los huertos, almacenabas estos frutos uno a uno: Alegrías, saber, bondad, trabajo, verdad y presuroso subiste a lo alto de tu cerro y los lanzaste como santas bendiciones para los que en ti moraban.

Ya el gallo mañanero anunciaba al día nuevo y tú, pueblo querido, eras un hombre: Aquellas palmeras, cansabocas y cocales, señorial las contemplaste a la vez que un rictus de dolor surcó tu frente recordando que una noche de julio de mil novecientos cincuenta y ocho la sangre de tres de tus hijos por allí quedó regada cual símbolo al valor que tú les enseñaste; luego, ya en el templo santo, te fusionaste en la imagen de San Sebastián patrón de la ciudad y en una sola sinfonía de amor en él quedaste para seguro esperar la llegada del nuevo amanecer.

En esta epístola de fe, pueblo querido, cuando el inexorable momento de la vida me llegue, permíteme descansar en tu regazo para seguir cantándote como sólo saben hacerlo los hijos que te amamos.